
(Alda Merini, 1986.)
Recuerdo bien a Pizarnik. Está de moda; la colocan visible en el salón pero nadie va con ella al baño. A estas horas me cuesta no tirar por la escritura automática, con mi padre viendo el oeste unos metros más allá y el volumen. Que mi habitáculo tiene unas cualidades acústicas propias de ruinas incas. Alda es una poesía muy distinta de Alejandra, a la primera la llevó a la institución psiquiátrica el haberse ido de la casa donde vivía con su marido.
“Mi madre estuvo casada antes con otro hombre. Un día le estaba planchando una camisa, mientrás él cenaba, y mamá -y éstas son las cosas que sólo se le ocurrían a mamá- dijo en voz alta: «Yo a ti jamás te voy a dar un hijo». Y con las mismas, recogió sus cosas y se marchó”. Svetlana Aleksiévich, El fin del «Homo sovieticus».
Al principio mucho Freud, luego todo lo demás: dar a luz en el manicomio, en una celda de castigo, después de colmar la infancia. Terapia, amor sobrehumano, abandono forzado; la retama o la flor del desierto. A veces cobra el ritmo solemne de los salmos y entre ellos se deslizan los poemas.
“Así, de esta manera tranquila, utilicé el silencio, y lo hice para encontrar mi yo, aquel yo idéntico a sí mismo, que no quería, que no podía morir”.
El silencio, único espacio poético, encuentro con la divinidad en mí (me perdonaréis las manías). Hay que recordarlo, estamos ante una de las más grandes voces de la poesía mística, en la estela de Santa Teresa. También San Juan de la Cruz estuvo preso, aunque no tenga tanto que ver. Recuerdo a Leopoldo María Panero: “Sois vosotros los que estáis en la cárcel, yo no”. La revelación lo coge por sorpresa al reportero. Estamos cogidos por sorpresa en presencia de cualquiera de ellos.
Me resultaron curiosas las comas. Le dan, por anómalas, mucho atractivo al texto, a la respiración que antes decíamos. Al traductor debemos la inspiración de hacernos comprensible la cadencia.
Lo he leído en la playa y lo he llenado de arena. Lo acompañé de denostada cerveza sureña.
Tenemos todavía que agradecer, entendiendo los riesgos, la simpatía de Luis, uno de los dos editores de Mármara, a quien nos tomamos la libertad de acudir para advertirle nuestras intenciones. No todo son tecnócratas en el gremio.