(James Joyce, 1918.)
Es un libro que puede entretener un rato a quienes nos dedicamos a la palabrería, con buenos y hasta muy buenos puntos pero sin amenazar en ningún momento la integridad del lector, y por tanto prescindible. Si un niño no alcanza y un adulto no alcanza a alcanzárselo a un niño, el libro puede considerarse un fracaso. Un profesor balear comentó: «Corre el rumor de que toda la novela no es más que una gigantesca tomadura de pelo para tener entretenidos a los críticos durante siglos». Se trata de un propósito simpático de año nuevo, más asequible que dejar de fumar y menos cansado que el gimnasio.
No se equivoque nadie, he disfrutado con ella. Y sin embargo puede encontrarse mejor y más breve en la propia obra de Joyce: Los muertos es un relato esencial, alineado en los Dublineses aunque se encuentra suelto sin mayor dificultad.
La edición es extraordinaria. Las notas, reunidas al final para no entorpecer la lectura (la única opción sensata a la vista de las hasta ciento cuarenta y una en un solo capítulo), junto a esquemas y cuadrantes, componen casi un libro aparte a modo de vademécum. La traducción contiene americanismos dispersos que aportan calor cuando éste falta.
