(Manuel Vilas, 2018.)
Escribo de memoria. No he querido perturbar el recuerdo en aras de ninguna objetividad. Desde las primeras páginas tuve la sensación de que Ordesa es el libro que habría escrito yo, o que debía haber escrito. Nunca viví cosa semejante. Aquello era como seguir un pensamiento propio hasta las últimas consecuencias con coherencia terrible. Terrible porque asusta descubrir tanto de uno mismo en los renglones del otro.
A Manuel Vilas lo conocí y lo admiré por sus poesías, en el tiempo en que asistía como un completo desconocido a la Feria del Libro y pasaba la tarde sin que se acercase un alma. El éxito implacable de Ordesa lo viví como un acontecimiento de justicia social. No esperen una novela al uso. Ordesa es memoria histórica en su más amable acepción; un suceder de imágenes comunes y de experiencias ya vividas, aún cuando el lector no ha tenido ocasión de encarnarlas, relato de una proximidad febril. Vida vértice de vidas retratada con sencillez, sin héroes pero con heroísmos cotidianos, sin grandes aspavientos ni solemnidades. El amarillo de la cubierta no se reduce a una decisión estética, impregna la historia y funciona como un signo lingüístico más, cuyo sentido empieza a descubrir pronto quien, siguiendo algún instinto, alcanza estas páginas.
Manuel Vilas en cuerpo en la eucaristía del libro, consagrando la culpa y el amor, descubriendo el paño de pureza a los ojos de las viudas y los huérfanos de España.
Se ha hablado mucho y muy bien de la novela en numerosos y prestigiosos medios y no faltará quien lo siga haciendo. Eso no quita para que hoy lo haga yo aquí, “entre las ruinas de mi inteligencia (así las dijo Jaime Gil)”, aun a riesgo de no descubrir nada, en agradecimiento al profesor de secundaria que nos lega nada más que palabras (y nada menos).
